Pedro Medrano, Director Regional en América Latina y el Caribe Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas (PMA)
Recientemente, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) divulgó cifras alarmantes sobre el aumento del número de hambrientos en el mundo. De acuerdo con la FAO, a mediados del 2009 el número de personas con hambre rebasó los 1 000 millones por primera vez en la historia de la Humanidad. El número aproximado, de 1 020 millones, excede en aproximadamente 100 millones el número de personas con hambre en igual periodo del 2008.
Estas cifras son preocupantes, pues revelan que muchos de los adelantos en la lucha contra el hambre, logrados en el transcurso de la década, se han revertido. Las causas de la reversión están vinculadas a las crisis internacionales que han alterado los mercados energéticos, financieros y alimentarios. Estas crisis han reducido los ingresos y las oportunidades de empleo de los pobres y comprometido significativamente su acceso a la alimentación.
En América Latina y el Caribe, el número de personas con hambre también ha aumentado. Entre los años 2008 y 2009, el incremento ha sido de casi un 13%, a 53 millones. Hace apenas unos años —comprendidos entre el 2003 y el 2005— la cifra de hambrientos se estimaba en 45 millones. La estimación para 1990-1992 —hace casi 20 años— era de 53 millones. En otras palabras, las crisis aludidas han revertido el número absoluto de hambrientos en la región a los niveles de 1990.
El hambre ataca a los sectores marginados de las sociedades de la región, pero con especial dureza a las poblaciones más vulnerables: indígenas y afro-descendientes, mujeres y, en particular, a niñas y niños pequeños. En la actualidad, nueve millones de niñas y niños padecen de desnutrición crónica (retardo en talla). En ciertos países la tasa de desnutrición excede, con creces, el promedio para la región. Por ejemplo, en Guatemala —donde el Presidente Colom ha declarado un estado de calamidad pública a causa de la hambruna—, casi la mitad de las niñas y niños menores de cinco años manifiestan retardo en talla (49%).
La problemática aludida tiene una dimensión moral muy importante que estremece nuestra sensibilidad y nos motiva a la acción. Pero en años recientes ha ganado vigencia la percepción de que, además del aspecto ético, el hambre tiene un costo importante que grava con particular dureza a las sociedades menos prósperas. De esta aproximación económica al fenómeno se desprende que, la inseguridad alimentaria no sólo debe ser tratada como un problema moral, sino también como un asunto prioritario en el diseño de políticas públicas para el desarrollo.
Un estudio encargado por los gobiernos del área y llevado a cabo conjuntamente por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) y el Programa Mundial de Alimentos (PMA), amplía y sustenta estos señalamientos. El estudio, titulado "El costo del hambre: impacto social y económico de la desnutrición infantil en Centroamérica y la República Dominicana", cuantificó dicho costo en 6 658 millones de dólares, solo para el 2004. Los principales renglones afectados por esta pérdida multimillonaria son la productividad, la salud y la educación.
Pensemos por un minuto en las realidades y perspectivas de una niña o un niño hambriento. El hambre, para comenzar, aumenta sus probabilidades de morir en los días o semanas siguientes al nacimiento. Si sobrevive a este terrible flagelo, el hambre incrementa su vulnerabilidad a las enfermedades infecciosas, que reducen el apetito, prolongan la desnutrición y coartan el crecimiento. Merma su desarrollo cognitivo, psicológico y social. En la edad escolar, compromete seriamente su capacidad de aprendizaje.
Y en la edad adulta, menoscaba su productividad y su plena inserción en la sociedad.
Sin lugar a dudas, el hambre degrada el capital humano de las sociedades que más necesitan aprovecharlo y dirigirlo hacia el desarrollo sostenible. También causa inestabilidad política y social, lo que acarrea un costo económico adicional que merece ser tomado en consideración. En Haití, por ejemplo, el alza en los precios de los combustibles y alimentos condujo a violentas protestas en abril del 2008, que causó daños considerables a la propiedad y la caída del gobierno.
El crecimiento del hambre como consecuencia de las crisis amenaza con devaluar aún más el potencial de los países menos favorecidos para mejorar las condiciones de vida de sus poblaciones. En momentos como éstos, los gobiernos, las sociedades y la comunidad internacional deben aunar esfuerzos para fortalecer las redes de protección social que amparan a los sectores más vulnerables de los embates de las crisis internacionales.
Medidas determinadas y acciones concertadas —como los programas de salud materno-infantil, las transferencias condicionadas de alimentos y la alimentación escolar— tienen comprobado potencial para impedir que el hambre acentúe su presencia en nuestro continente.
Es tiempo de reforzar esos programas, no sólo por el deber que nos atañe de luchar contra la desnutrición, sino también por el costo económico que el hambre impone sobre los países menos aventajados.
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