Por:Ernesto Pantaleón Medina| Televisión Camagüey
El mundo cuenta con los medios para eliminar el hambre y la pobreza, pero no lo ha logrado, o mejor aún, no lo ha intentado.
Esa afirmación no resulta novedosa, en el contexto de la actualidad, en que “los ricos siguen siendo cada vez más ricos, y los pobres cada vez más pobres”, y el desempleo cabalga a lomos de la crisis económica que flagela el orbe, ese lugar donde una minoría atesora lo que a millones falta, y donde la educación, la salud, y hasta el simple plato de comida están fuera del alcance de las grandes mayorías negras, aborígenes o latinas que ven pasar el lujo sobre veloces automóviles o destellar en rutilantes joyas, cada una de las cuales bastaría para cortar de una vez la miseria de toda una barriada.
La respuesta, la solución definitiva, la han ofrecido numerosas mentes claras de estos tiempos: si en cada país rico se destinaran cinco centavos por cada cien dólares a erradicar el hambre y la desnutrición, estos males desaparecerían en un 50 %.
NO se trata de que un “ser caritativo” deje caer la monedita en la mano tendida a las puertas de una iglesia, una mañana de domingo; se trata de una forma de proyectarse una sociedad que hoy se rige por las agresivas leyes del mercado, y donde lo importante es no formar filas en el grupo de los “perdedores”, que más que grupo son un ejército.
De que se puede no cabe la menor duda, cuando se analiza que una pequeña isla del
Caribe, amenazada, bloqueada y en medio de una tenaz lucha por la supervivencia, es capaz de cubrir con sus médicos, sus maestros y sus entrenadores deportivos los “barrios marginales” de muchas naciones en todos los continentes, donde crece a impulsos del amor la esperanza de vida, el analfabetismo dejó de existir y los atletas ganan torneos internacionales.
Eso en el terreno de la “exportación”, porque como “importación” se abren las puertas a miles de jóvenes que estudian en las universidades, principalmente en las de ciencias médicas, y a quienes sólo se les reclama que al concluir, lleven su saber y su apoyo a aquellos lugares remotos y pobres de donde proceden, en Asia, África, América Latina y aún en los propios Estados Unidos.
NO se trata de que las superpotencias dejen de serlo, o que los ricos, de la noche a la mañana vistan harapos y vayan a vivir a una “favela”, sino que cambien la forma de pensar y proyectarse hacia ese que ellos mismos llaman “el prójimo”, que dejen de quemar biocombustible en sus limosinas, que no fabriquen armas de exterminio masivo y creen medicamentos, que no arrojen el centavo, sino que tiendan la mano a todos.
Que sean “hermanos” de ese pequeño que muere de desnutrición, malaria o parasitismo, males todos perfectamente curables con sólo una mínima dosis de sensibilidad.
Ya es hora de cambiar las amenazas, las bombas y el egoísmo por la razón y la comprensión cabal de que a este paso la humanidad será destruida, no por un meteoro o una explosión galáctica, sino por la propia mezquindad y el desamor.
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