martes, 14 de julio de 2009

Michael Jackson ha muerto

Por: María Antonia Borroto Trujillo | Televisión Camagüey

Michael Jackson ha muerto. No soy de sus fans, ni siquiera conozco prolijamente su discografía; no he estado al tanto de sus obras benéficas ni de los escándalos en torno a su vida. Es un recuerdo de mi adolescencia, cuando con un inglés muy pedestre intentaba cantar “We are the world”. También tuve amigos que usaban los pantalones como él y hasta cierto estilo en los mocasines y las medias blancas era muy “a lo Michael”. Alguien hubo que, con doce o trece años, sabía esos pasillos hacia atrás, en los que el pie se desliza suavemente, pasillos que nos hacían dar griticos a nosotras, las chiquillas de entonces.

Es una remembranza lejana e, incluso, me parece que no soy yo la que bailaba o al menos creía bailar con su música. Como tampoco me parece ser yo la que sabía de memoria las canciones del Puma, José Luis Perales, Franco de Vita y otros tantos, incluidos Roberto Carlos y Julio Iglesias. Pero soy yo, por supuesto que sí, y en lo absoluto me ruborizo, como harían algunos —tan intelectuales, los pobres—, que olvidan o fingen olvidar que todo ser humano —y los intelectuales también lo son— tiene ese ladito, inclasificable ladito que nos permite gustar de baladas y chismes, de la moda y el morbo.

He visto reacciones muy curiosas después de la muerte de Michael: desde quienes fingen indiferencia o tal vez no sienten absolutamente nada, hasta quienes casi con lágrimas hablan de lo bueno que era, el bien que hizo y el dinero que regaló. Una amiga asegura que era su cantante favorito, sin embargo, nunca supe que lo oyera. Otros protestan, pues a fin de cuentas, dicen, era un pervertido y total, no era ni blanco ni negro, ni hombre ni mujer. Los hay que especulan sobre la causa de la muerte y esperan cualquier indicio que esclarezca cómo, ni el mucho dinero o la cámara hiperbárica en la que se dice que dormía, pudieron evitar ese final tan común. Hasta los ricos se mueren, oí en la voz de alguien, y él, que parecía poderlo casi todo, no pudo alejar a esa novia, invisible y silenciosa, que no creyó en ensalmos y que seguro levemente sonrió al llevar consigo a un hombre que más de una vez bailó con seres de ultratumba.

En algún lugar leí que vivirá siempre en el recuerdo y los videos de sus canciones. Qué ingenuo, pues ¿acaso nuestros adolescentes, por ejemplo, han mostrado alguna señal de conmoción? ¿Solíamos nosotros mismos verlo y seguirlo? Es fácil adivinar qué pasará y qué debemos entender, según las reglas del juego, por “vivir para siempre”: todo lo relacionado con él multiplicará su valor. Nuevas y más personas asegurarán esto y lo otro, y cobrarán por esto y lo otro.

Si uno podía adivinar la orejita peluda del mercado en la propia cobertura de prensa a sus escándalos, ¿qué pasará ahora? No hay que ser muy listo para saberlo. Lamento no poder navegar por las turbulentas aguas de Internet y husmear aquí y allá para apreciar cómo, casi al unísono con el anuncio de su muerte, las huestes del espíritu mercantil, tan poderosas como el negro ejército de la novia silenciosa en cuyos brazos yace, han intentado disputarse su alma, o lo que el mercado entiende por alma.

Y ya termino estas páginas que se parecen más de lo recomendable al estilo de Tim Burton. ¿Acaso no son parte de lo mismo, de ese novelería, tan humana y universal, que nos mueve a todos en circunstancias como estas? Quién sabe.

Por cierto, ¿ya se ha publicado algo sobre la autopsia?

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