martes, 14 de julio de 2009

Ana en sombras

Por:María Antonia Borroto Trujillo

“Que nadie se atreva a decir que nada ha dicho de nuevo; la disposición de las materias es nueva. Cuando se juega a la pelota, una misma pelota sirve para el juego de este y de aquél; pero éste la coloca mejor”. Tales opiniones de Pascal nos curan de antemano de esa fatua pretensión de juzgar las cosas usando como rasero su supuesta originalidad. La mención del juego también me parece admirable como metáfora de la creación. Al equipararla con el juego, no se ignora la seriedad de tal acto, más bien todo lo contrario: pocas personas lucen tan serias como los niños cuando juegan y hasta nosotros, adultos y sofisticados, nos concentramos como si en ello nos fuera la vida cuando ensayamos una inocente batalla en el tablero de ajedrez o nos ha salido mala una mano en la brisca.

Tales opiniones de Pascal también me vienen como anillo al dedo para intentar una aproximación al libro Ana en sombras, de Olga María Romero Mestas, volumen que a ratos parece autodevorarse: se trata de un ejercicio que toma en cuenta, junto a la fabulación, la reflexión sobre el propio acto de creación.

Deviene, por tanto, un juego de espejos en que las historias se reflejan con las variaciones de las lentas cóncavas y convexas. Muchas veces olvidamos, en nuestros análisis sobre las relaciones entre el arte y la vida, que el arte deviene de una realidad a ratos angustiosa, y que su reflejo de esa otra cosa que llamamos la realidad nunca es milimétrico. Esto que, parece una perogrullada, es esencial para entender el libro de Olga.

Si lo contado deviene realidad, debe existir, por tanto, una suerte de segundo plano —tal vez primero, según como se mire— donde examinar esa nueva realidad. Parece un juego de palabras, mas si el signo artístico es autorreflexivo, que no otra cosa quiere decir esa eterna relación y paradoja que es la imposibilidad de apreciar por separado el contenido de la forma, una obra así concebida gana en artisticidad. Ya no se trata de convencernos de una ficción, sino de ensayar los propios mecanismos creadores de ficciones, innatos, en buena ley, y de los cuales solo podemos tener atisbos, nunca la certeza cabal. Porque el asunto siempre habrá de ser de fuerte raíz ontológica: definir nuestra esencia creadora, nuestro afán de perpetuación en una obra propia, es definir lo humano.

Por eso me entusiasma tanto el libro de Olga. Todos los que alguna vez hemos escrito algo que parece tener autonomía respecto a la vida gustamos de pensar y hasta repensar las máscaras que disfrazan la vida y que, paradójicamente, nos la devuelven en un contacto más esencial. De eso se trata: de no renunciar a ella sino de llegarle por otras vías, por otras esencias.

El género epistolar, marginal si se quiere, deviene por tanto estrategia para una confesión de distinta naturaleza y para repensar los fragmentos propiamente narrativos. Pero si ello es así en la primera sección de Ana en sombras, la propia existencia de lo epistolar habrá de ser mirada luego con los instrumentos de la crítica literaria,. No ya las menudas esquelas, tan típicas en las residencias estudiantiles y en la amistad, sino otras misivas que forman parte del patrimonio de la humanidad, bien por la excepcionalidad de sus corresponsales o de sus circunstancias: cartas privadas que, como bien dice la autora, forman parte de la urdimbre de la historia.

Puede entonces con total propiedad imaginar sus probables respuestas. Se invierte el proceso, se completa la creación y el juego, expresión de una doble naturaleza, resulta perfecto. Imposta la voz y la actitud, se imagina en lugar del otro, es el otro por excelencia. Recuerdo haber escuchado la lectura de tales hechuras. Aisladas de su contexto —del círculo mágico del juego— no pasaban de ser un gesto risueño y una muestra de pericia literaria: es que su gracia radica precisamente en lo irreverente y al mismo tiempo respetuoso de esta doble mirada a lo epistolar. No pueden, por tanto, aislarse de estas, sus otras intenciones: no pueden desligarse del libro y su sentido.

Ana en sombras, por tanto, sugiere como ha de ser leído, cuál ha de ser nuestra actitud respecto a él. La autora es quizás más despótica aún que aquellos que fingen darle libertades al lector. Aquí nuestra única libertad es aceptar o no el juego, el descubrimiento de la imbricación de las historias y la existencia de otras voces que retoman y reinventan lo ya escrito.

Los cuentos breves me resultaron los más disfrutables. Con una admirable sentido de lo exacto nos asoman a fábulas sin apenas comentarios del narrador. Todo es preciso, medido: son puras y simples narraciones, fábulas completas en sí mismas que nos muestran, una vez más, que el menudo y sincero acto de contar pertenece a la esencia de lo humano.

Por eso saludo esta, una de las más recientes entregas de la editorial Ácana, libro de gran sinceridad y fineza, de urdimbre precisa y armoniosa, culto y atrevido, como la autora, que nos muestra que la escritura es siempre un devorarse a sí mismo y a la escritura, la propia y la de los otros.

No hay comentarios: