miércoles, 6 de enero de 2010

Ignacio Agramonte y Loynaz: paradigma de ética

Por Ernesto Pantaleón Medina / Televisión Camagüey

Resultaría tarea nada fácil, aún para los estudiosos, resumir las hazañas del Mayor General Ignacio Agramonte durante su corta vida (nació en El Camagüey en l84l y murió en l873), pues a pesar de estar en campaña menos de un lustro, cubrió de gloria las armas insurrectas en combates épicos como el rescate del general Julio Sanguily.

Pero las virtudes de su pensamiento y su conducta corren a la par que su bravura y sus dotes de estratega militar:

Discrepancias con el presidente de la República en Armas llevaron al joven general y al Padre de la Patria a tensas relaciones personales cuyo desenlace fue la renuncia del primero a la jefatura de las tropas independentistas en la región camagüeyana. Sin embargo, la grandeza de ambos hizo que, al llamado del iniciador de la gesta libertaria, Ignacio reasumiera sin reservas ese mando, algún tiempo después.

Por ese entonces, en momentos en que un grupo de oficiales criticaba al gobierno, exclamó Agramonte: “no permitiré que se murmure en mi presencia del presidente de la República”.

Huelga decir que su justo enojo cortó de raíz cualquier comentario posterior. Así era aquel joven alto, delgado, culto y dulce, “diamante con alma de beso” como lo nombrara Martí.

Cuentan que se preocupaba por la salud de los heridos, tanto del bando propio como los enemigos, y exigía para éstos un trato caballeroso. Compartía con sus soldados la extrema pobreza del campamento, y no admitía porción alguna de los alimentos, que no fuera igual a la que correspondía al último de los reclutas.

En lo más arduo de la campaña le avisan a El Mayor que su esposa, su adorada Amalia, estaba a punto de dar a luz. Parte el jefe a toda velocidad hacia el retiro donde se encontraba la familia, a salvo del enemigo. Llegó al lugar avanzada la noche, pero su hidalguía y el respeto por las damas que acompañaban a la parturienta no le permitían irrumpir en el aposento. Contuvo sus ansias hasta el amanecer en que, luego de horas de vigilia, excitado y nervioso, pero correcto, conminó a las señoras a que dejaran lugar a un hombre “desesperado por abrazar a su mujer y conocer a su hijo”.

Cada vez hay menos recursos en el campo patriota; ni armas, ni comida, ni ropas, e incluso los caballos escasean… han muerto muchos grandes soldados, y entre una parte de la tropa cunde el desaliento. No se da tregua el legendario capitán y con sus maltrechas, pero perfectamente organizadas huestes no da tregua al enemigo.

Conversa con otro oficial, en uno de los escasos momentos de descanso en el campamento, y su interlocutor le expone la dura realidad de las carencias, deserciones y la cruel represión que han implantado las autoridades españolas.

Pero ni la sombra de una duda merma la entereza del camagüeyano, que está seguro de que al final, la victoria será de los mambises.

Pregunta el visitante: “¿Con qué cuenta usted, general, para continuar la guerra?”.

Y responde Ignacio, rápido como un relámpago: “Con la vergüenza”.

¿Caben tantas virtudes en un solo hombre?

Murió Agramonte en un combate sin importancia, y su cadáver fue quemado y sus cenizas esparcidas.

La bala de un desconocido tronchó una vida grande, pero la “sombra inmortal”, como lo llamara Martí, cabalga desde entonces por esta, su tierra, y su apellido envuelve como un manto de dignidad a todos los camagüeyanos, que se titulan con orgullo “agramontinos”.

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