En Haití todos los días de la semana parecen iguales. Este domingo abrí los ojos, y por esas raras sensaciones que nos acompañan al despertar pensé que estaba en mi Cuba. En solo cuestión de segundos planifiqué el día: leeré un rato, veré un poco de televisión, desayunaré tarde¼ De repente, escuché un ruido, y una tras otra volvieron las imágenes horrendas. Sigo en Haití, me dije, mis pies siguen pisando el infierno de este mundo.
Salí a la calle, y no sé si por ingenuidad, confié en que las cosas hubiesen mejorado, desgraciadamente no fue así. Volvieron a despertar miles de personas en los parques, sin mucho que comer o beber; volvieron a bañarse en los charcos de las calles; volvieron a sufrir por sus muertos; volvieron a recorrer la ciudad buscando a sus familias; volvieron a levantar los escombros para hallar a los suyos; volvieron a sentir la triste fetidez; volvieron los niños a preguntar a los padres el porqué de tanta angustia; volvieron a mirar al cielo en busca de respuestas que aún continúan sin llegar.
Cada día en Haití es un enigma. Cada imagen impacta. Hoy, en esta ciudad de Puerto Príncipe, hasta andar con un nasobuco es un privilegio, los que no lo tienen untan en sus narices pasta de dientes para no oler a los muertos. Y aunque ya son menos los cadáveres en las calles, aumenta el hedor que sale de los escombros, frente a los cuales se acumulan decenas de personas cuando los equipos de rescate hacen lo inenarrable para sacar un cuerpo.
Las gasolineras se han convertido en zonas de combate. Allí decenas de hombres se arremolinan para conseguir el combustible, imagen idéntica a la de los camiones que traen el agua y la comida.
Y es tanta la desazón de esta noble gente que hasta los periodistas reciben fuertes respuestas: No son preguntas lo que necesitamos, es ayuda. Entonces no queda otra opción que voltear la espalda y seguir recorriendo el infierno de este mundo.
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