domingo, 3 de mayo de 2009

Los amantes del Círculo Polar

Por: María Antonia Borroto / Televisión Camagüey

¿El amor es algo así como una predestinación? ¿Puede la voluntad más que la casualidad, tanto en amores como en los otros asuntos de la vida, posibles sólo por la gracia del amor? Tales son las preocupaciones de Los amantes del Círculo Polar, una de las más inquietantes cintas de Julio Medem.

Otto y Ana, nombres que supuestamente deben darle suerte a sus dueños, sienten que la suya ha de ser una relación para toda la vida. Y así es, salvo por una circunstancia nada desdeñable: ella, por una serie de casualidades, las mismas que debieron unirlos, muere joven, tanto que apenas ha tenido tiempo para realizar su sueño.

En lo que parece ser una nueva asociación de la vida humana, y el amor, con el mito de Osiris, el encuentro de los amantes debe ser en el Círculo Polar, justo en la noche en que no se pone el sol. Ella lo espera, o mejor, espera la gran casualidad de sus vidas. Sólo que lo casual es también lo nefasto. Un grupo de coincidencias, incluida la forma en que se conocieron, tejieron su historia. Luego, torcer el rumbo segundos antes del momento indicado, aceptar un cigarro de un extraño y dar la espalda al verdadero destino, un paracaídas enredado en la copa de los árboles, no haber oído unos gritos y sí la noticia del avión estrellado, comprar un periódico, el paso de una guagua veloz —¿la misma de la infancia?— en el momento en que, desesperada, Ana quiere saber qué ha sido de Otto, dejan de ser hechos banales para ser la confirmación de que el destino reviste las formas de lo casual y que la voluntad humana poco puede frente a fuerzas tan poderosas.

Así, la decisión de salvar la vida de un enemigo influye ya no en el agraciado, sino en el nombre de la descendencia del salvador. Esa presencia intangible a lo largo del filme, el Otto a quien se debe el nombre, va a ser, sólo hasta el punto en que un humano puede serlo, el responsable de muchos de los momentos finales.

A la audacia conceptual de la historia se une la audacia formal, posible por un guión que hilvana los acontecimientos, vistos desde la perspectiva de uno y otro protagonista. Los mismos hechos aparecen transfigurados en la memoria de ambos, e incluso, la continuidad sólo es posible porque cada cual cuenta la historia a partir del punto en que el otro se detuvo. Aquí, como en La ardilla roja, las alucinaciones y las obsesiones se imbrican dentro de la anécdota, pues a fin de cuentas, ellas también dejan sentir su influencia y sólo al final se descubren en su real magnitud: formas de entender mucho de lo que sucede y de lo que sobrevendrá.

El guión sortea muy atinadamente sus propios zigzag, nueva reafirmación de la identidad contenido-forma, identidad que excede los propios límites del filme y hace de éste no ya una rara e inquietante historia de amor, sino una alegoría de la propia existencia: dependiente de las circunstancias aparentemente más triviales.

Es curioso que una época obsesionada con el control de cuanto rodea al ser humano, produzca obras que parecen ser la negación de cualquier intento de comprensión de la realidad. Quizás sea una especie de respuesta pendular ante la abrumadora saga de obras empeñadas en mostrar el valor de la voluntad. No se trata, claro está, de una negación absoluta de tales principios. Ser valiente, insinúa Ana en sus continuas apelaciones a Otto, es tener la voluntad del salto, salto al vacío, aceptación de la casualidad que, sin notarlo apenas, teje el destino.

¿Las casualidades hacen el destino o es este quien fuerza a la casualidad? Poco importa saber quién rige a quién: a veces basta con cerrar los ojos y dejarse llevar, como en Corre, Lola, corre, cinta alemana contemporánea de Los amantes… que, a diferencia de ésta, brinda las alternativas, casuales y nefastas, y la salvación, nada casual, llegada sólo cuando los protagonistas deciden "dejarse llevar", confiar en su luz y en su soledad. Ambas son parte de la angustiosa búsqueda del ser humano, que tanto en el 2000 como en los albores de la humanidad, siente la presencia de algo superior a sí, llámese destino, casualidad o Dios.

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