Por: Ernesto Pantaleón Medina / Televisión Camagüey
Así, sencillamente, la llamaba cuando hablaba de ella en tercera persona, pero en su presencia siempre le dije mami, palabra que aprendí a balbucear entre las primeras, o por qué no decirlo, la primera que emitieron mis labios.
Y siempre encerraron todo un mundo esas cuatro letras, aún cuando ya los años dejaban caer su peso inexorable sobre mi vida.
Siempre estaba allí, sin preguntar, sin necesitar explicaciones ni pedir nada, sólo al conjuro del llamado más simple se materializaba su presencia a mi lado, para apoyar y muchas veces, para ponerse de mi parte sin importar las consecuencias.
Y cómo hacía valer sus razones de madre, con qué firmeza rompía una y mil lanzas en defensa de los suyos, sin importar las dimensiones del molino de viento, o la fuerza del gigante que se le oponía.
Aún siento su diminuta e inquieta presencia, siempre con prisa, con algo por hacer (y cuántas cosas terminaba en sólo 24 horas cada día).
Qué energía desplegó durante toda su vida, la misma que le bastó para criar a muchos hijos (los suyos y alguno que otro ajeno al que su amor otorgó certificado de propiedad indiscutible).
No importó para ella la pobreza o las mil amenazas de épocas diferentes, marcadas las más por el fantasma del hambre y su corte de miserias y carencias, pero siempre supo valerse para inculcar la más estricta honradez, la dignidad irrestricta de la decencia inmaculada y el respeto a lo ajeno.
Su mano, cálida y firme, (y por qué no decirlo, algún conjuro heredado de la abuela o adquirido en el camino) era capaz de alejar cualquier enfermedad, o al menos eso pensamos todos aún hoy, cuando el estudio que tanto exigió nos ha demostrado la valía de los fármacos y la ciencia.
Pero la energía que derrochó, la fuerza interna que la acompañó siempre, no le bastó para vencer en la última batalla.
Nunca pensamos, con egoísmo y necedad justificables, que un día se marchara a esa región maravillosa donde van las madres y las personas buenas, pero partió una noche que mi memoria se niega a recordar, en un enero que nos dejó un vacío inexplicable.
Aunque está ahí, justo en la cabecera de mi cama, cuando el insomnio alarga las horas y el sol se niega a apresurar su paso, y sabe que la extraño, a pesar de que aparece casi físicamente en el sitio justo, en el momento preciso en que la necesito, y podría jurar que siento su voz a veces y que su mano, en este mismo instante, quita con ternura una lágrima que rebelde, insiste en deslizarse de mis ojos.
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