lunes, 16 de febrero de 2009

Juegos peligrosos

Por: María Antonia Borroto Trujillo

El juego forma parte de lo humano, hasta el punto que varios filósofos se han sentido tentados a analizar lo humano y la cultura sub specie ludi. Sin embargo, justo cuando la civilización parece condenada a apartar de sí comportamientos rituales fácilmente asociados a lo lúdico, el juego cobra otras dimensiones. Las llamadas nuevas tecnologías, extensión de las capacidades humanas, hacen de lo lúdico un componente de la vida y en ocasiones, sustitución de la vida.

¿Qué son si no los ciberjuegos? ¿Qué esa manía de buscar en el ordenador y en una realidad simulada el completamiento de ciertas emociones, la intensidad que falta en la vida ordinaria, en la vida propiamente dicha?

Ese no ser la vida propiamente dicha es una de las características del juego que, de las tantas sugeridas por Huizinga, acaso el más consuetudinario de los estudiosos sobre el tema, permite de forma más nítida asociar juego y arte. La seriedad del juego y su raigal inutilidad son aspectos que, desde una comprensión amplia y culturológica del fenómeno, no entrañan paradoja alguna: jugamos como si nos fuera la vida en ello, de acuerdo a reglas que ordenan el comportamiento y hacen del azar no la nota dominante, sino un elemento más que, incluso, puede ser reducido en algo, el juego, que es esencialmente orden, que tiende al orden.

Mas, ¿qué sucede cuándo la prenda en juego es la vida propia o la de los seres más cercanos? Huizinga describe las lizas medievales y la organización misma de la guerra en ciertas edades pretéritas en los términos propios del juego. No es esa forma del juego sin embargo la que conviene a esta época, o mejor, esta época destierra de sí muchos de los códigos caballerescos que ennoblecieron y hasta revistieron de un sacrosanto halo los sangrientos enfrentamientos que parecen marcar inevitablemente la historia humana. Una película como “Juegos peligrosos”, de Peter Haneke, amén de mostrar los resortes de un comportamiento psicópata, es también una obra que, desde sus presupuestos ideoestéticos, complejiza las distinciones entre ficción y realidad, entre juego y realidad.

He ahí la que creo clave de la obra, clave, por demás, que la distingue y eleva desde el común rasero del cine de suspenso. Tiene la obra por demás una cada vez más rara cualidad: es un producto que, a la par de sofisticado, puede interesar a los más variados sectores de público. Y ello merece celebración, pues da cuenta de una historia en sí lo suficientemente atractiva mas con resortes que, por supuesto, solo podrán ser seguidos por un público más entrenado.
Irónico, cínico si se quiere es el juego propuesto por la película. Nótese que digo película y no historia porque una y otra, si bien convergen, no pueden ser reducidas a la sinonimia. La distinción, empero, nace del análisis y de nuestros vicios metodológicos, pues en realidad son una y la misma cosa. El asunto es jugar. Juegan los personajes, macabros, diabólicos muchachos con la apariencia de dandys, que no piensan solo en matar: matar desde el comienzo anula el entretinimiento. Juega el director y jugamos nosotros. He ahí la nota irónica. Nos hablan y nos echan en cara nuestro interés —¿acaso sano?— por el devenir de la historia.

Todo es un juego, quizás un videojuego, que llega a ser más compasivo al exhibir la violencia que muchos otros videojuegos al uso.

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