domingo, 29 de marzo de 2009

El cuerno de la abundancia, ¿más de lo mismo?

Películas cubanas

Por María Antonia Borroto Trujillo /
Televisión Camagüey

Fui de quienes saludó con alborozo la aparición de “Aunque estés lejos”. Juan Carlos Tabío nos proponía entonces un juego apasionante, suerte de matriuska o caja china, en que una historia contenía dentro otra historia posible hasta el punto de confundir, para bien, realidad y ficción. Justificado juego, pues la trama giraba, en buena medida, alrededor de la siempre conflictiva aprehensión de la realidad por el arte y, muy en especial, por las manidas y simplificadoras formas en que somos vistos los cubanos por los “otros”. Ya antes, en “Plaff o demasiado miedo a la vida”, el recurso del cine dentro del cine ayudaba a la sustentación de la tesis del filme: la indolencia y el desamor eran tales que afectaban hasta la integridad misma de la película.

Ahora, en “El cuerno de la abundancia” se hace mención explícita de la existencia de la “película”, hay un narrador-personaje que cuenta desde su perspectiva la historia, sin embargo, poco influye tal recurso en la estructura misma del filme. O sea, lo que en anteriores filmes fue un recurso puesto en función de la naturaleza misma de la historia, aquí no pasa de ser un detalle superfluo. Es más: la cinta carece por completo de las pretensiones de las anteriores propuestas.

Habrá quienes censuren esta mirada mía sobre el particular e, incluso, este afán de comparar unas y otras obras, mas ninguna creación flota en una especie de vacío metafísico, sino que dialoga —e incluso discute— con el resto de las obras del propio autor, por solo mencionar uno de los muchos diálogos y cruces posibles. Por eso mi consternación al apreciar esta vez una cinta costumbrista, insulsa si se quiere que, como cierta tendencia que ha prevalecido en el cine cubano contemporáneo, se solaza con la exposición de nuestras frustraciones.

Se desaprovechan muchos de los filos de esta historia de herencias y piratas. La saga amorosa desvirtúa y abarata la propuesta. Así, ciertos hallazgos, el encuentro de los dos bandos Castiñeira, contado según la usanza de los filmes del Oeste, la constante mención del cine, el desacralizador uso de “Lucía” —forma de significar que el amor y el cine son hoy otra cosa—, la asunción del Diego y el David de “Fresa y chocolate” como parte de esta historia, resultan baldíos esfuerzos.

Una vez más Enrique Molina encarna la intolerancia, viste pullover de Vanguardia Nacional y boina verde olivo, una vez lucha contra las ilegalidades y ve en todo una agresión imperialista. Una vez más, en fin, se simplifica a una generación y a una forma de asunción de la vida. Los otros Castiñeira eligen el exilio, la salida ilegal en un hiperbólico auto, nueva simplificación, pues no necesariamente las cosas han de verse en tan abrupto contraste.

Quizás el más verosímil de todos sea Bernardito, personaje encarnado por Jorge Perugorría, cubano de a pie que navega entre turbulentas aguas, hace panetelas para sobrevivir mientras se deja arrastrar una y otra vez por los vaivenes de una posible herencia.

Todos hemos soñado con la aparición del pariente rico que, en una suerte de abrakadabra, nos libere de angustias económicas. Hacer una película del asunto no está mal, pues de antemano ningún tema condena o absuelve a un filme. El asunto es más complejo y, valga la redundancia, tiene que ver con al complejidad misma, con la hondura con que suela mirar la realidad.

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