domingo, 29 de marzo de 2009

21 gramos

Por María Antonia Borroto Trujillo / Televisión Camagüey

¿21 gramos pesa el alma humana? La pregunta queda suspensa, impronunciable, aterradora. 21 gramos: el peso de cinco monedas de cinco centavos, el peso también de un colibrí. Frágil como el avecilla, vulgar como el dinero: así es el hombre, ni bueno ni malo, débil y fuerte. La naturaleza humana es una compleja urdimbre en la que apenas se ven los cabos. Me resisto a creer, incluso, que las puntas extremas de ese entramado sean el nacimiento y la muerte. O lo son, de una manera que de tan evidente resulta dudosa.

¿Es la pérdida el asunto de “21 gramos”, segunda cinta del binomio Iñárritu-Arriaga? Sí, mas no solo la pérdida. El asunto va más lejos, o más cerca de una de las grandes angustias de la humanidad: qué permanece de nosotros una vez ausentes de la vida. Qué queda salvo unas fotos, una lágrima, una tristeza... No, la vida no sigue sin más, como muy bien dice Cristina, nombre que es todo un símbolo en esta mujer tan maltratada por el azar.

Porque el azar es otro de los motivos que mueve a Iñárritu. Y con él, como su contraparte, la predestinación. Apenas se menciona la palabra, pero uno la siente, velada, evanescente, pues lo mejor de sus filmes es la economía de recursos, su funcionalidad narrativa. En otras manos, tan complejas tesis devendrían largas peroraciones, con frases más o menos bellas. Pero el de Iñárritu-Arriaga es cine de verdad, lo que es igual a decir que es arte, dominio del lenguaje, precisión al elegir los recursos puestos siempre en función de su hondura conceptual: savoir faire.

La complejidad de la historia, la narración fragmentaria —¿acaso fractal?— deviene otro recurso del contenido. Sí, lo sé: así ha de ser en todo arte auténtico, difuminación de los límites entre el contenido y la forma. Salvo que, quizás en sus últimas producciones, “21 gramos” y “Babel”, dinamitar la linealidad expositiva tiene aún más sentido que en “Amores perros”. Se trata de un recurso que ratifica, desde el punto de vista formal, la propia accidentabilidad de la existencia humana, lo vano de nuestros pedestres sistemas conceptuales para interpretar lo que creemos señales de la divinidad, la propia fractalidad de nuestra existencia. ¿Es posible pretender una narración lineal cuando los sucesos son incontrolables? ¿La linealidad no es ajena a naturaleza de las cosas? Y como somos nosotros los que, respecto a nuestra vida debemos, para su intelección y nuestra tranquilidad, organizar los sucesos, el cine de Iñárritu opera así respecto a sus personajes. La aparentemente caótica historia exige del receptor una estrategia similar a la que debemos desplegar respecto a nosotros. Mas, ¿puede hablarse de caos? No es Iñárritu demiurgo caprichoso, ni es el suyo un microcosmos perfecto, a salvo de las brutalidades del cosmos. Si en “Atonnement”, filme de Joe Wrigt, posterior en el tiempo, el arte parece ser corrección de la vida, en Iñárritu deviene metáfora de los incontrolables poderes que tejen y destejen la vida.

La fragmentaria existencia del hombre contemporáneo, la duda por el mañana y hasta por el pasado, en su común inintegibilidad, sobre todo el pasado propio, explica la fragmentariedad del cine de Iñárritu, cine que, como pocos, tiene un ajuste perfecto a su época y sus búsquedas. Es quizás eminentemente posmoderno, no ya por la búsqueda formal —dudo mucho de la existencia de un cine postmoderno comme il faut— sino por su pertenencia a las angustias de esta época que algunos llaman postmodernidad: época en la que parecemos estar de regreso de todo, hastiados de todo; época en la que somos conscientes, como nunca antes, de que el cine y la vida se asemejan a un cubo de Rugby: fruto de combinaciones extrañas y complicadas. Todo tiene sentido, todo puede ser reducido al número: es la finalidad de las matemáticas, dice uno de los personajes en algún momento. Mas, ¿saber eso nos reconforta? ¿Qué sentido tiene tal hecho y que lo sepamos? Probablemente vivir sea solo pura hermenéutica. Salvo que nunca estaremos seguros de que el sentido asignado a cada hecho sea su sentido.

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