Por María Antonia Borroto / Televisión Camagüey
La película del Rey (1985) sigue siendo, aún hoy, uno de los momentos imprescindibles del cine latinoamericano. Lo más curioso, circunstancia que quizás muestra toda su fuerza justo ahora, es la multiplicación, como un eco, de las historias narradas por el filme y la del propio Carlos Sorín durante el rodaje: la cinta cuenta los avatares de un director que quiere llevar al celuloide la saga de un europeo coronado como Rey de los Araucanos.
La pasión y sentido utópico del personaje son los mismos del director. En los momentos finales de la filmación, éste se queda tan solo como su protagonista: los parlamentos de uno "funcionan" en la voz del otro y cuanto dicen los incrédulos acompañantes de ambos puede ser fácilmente intercambiable. Las dos historias parecen confluir gracias a la pericia del guión y su realización. Lo más curioso, insisto, es esta confesión del propio Sorín muchos años después: "La pasé muy mal durante la filmación, aunque tuve la ventaja de que me pasaba la misma historia que al personaje. Paré muchísimas veces. La pasé tan mal como lo que decía sobre el protagonista". David, el director, es la repetición de los avatares del Rey; mientras que Sorín es ambos: los entiende como nadie y hace de su filme, de hombres perdidos en la inmensidad de la Patagonia, un homenaje a las circunstancias del cine latinoamericano e, incluso, del hombre latinoamericano. ¿Acaso el final de toda utopía no ha de ser la certidumbre de que la realidad sólo es habitada por maniquíes, despojados de identidad y de luz, única compañía posible?
La fascinación del cineasta por la Patagonia es evidente: "Me gusta porque no tiene color local, es como el fin del mundo, o si quieres el principio. Es un terreno abstracto." Sorín, émulo de Hersog en tal sentido, aprovecha las posibilidades de tan privilegiada locación no sólo en La película del Rey: Historias mínimas, segundo premio Coral en el pasado Festival de La Habana, también es un homenaje a la inmensidad de la zona y a la propia inmensidad del ser humano. Aquí, el cineasta Carlos vuelve a ser David: se lanza al ruedo con apenas recursos y sin actores profesionales: cada personaje es interpretado por alguien muy cercano a su sensibilidad.
Historias mínimas, al igual que La película del Rey, está despojada de la elocuencia verbal tan cara a cierta zona del cine argentino. La locuacidad del Rey no está en sus parlamentos, sino en su actitud. En David sucede algo semejante: su pasión, evidenciada en hechos y no en dichos, sólo logra exteriorizarse cuando debe hacer de Rey. Los personajes de Historias mínimas, que de mínimos nada tienen, tampoco hablan mucho: "Por lo general la gente vive cosas importantes, y nunca las verbaliza".
Todo ello conduce a una definición cabal del cine, entendido como posibilidad de contar historias, y alejado, obviamente, del ensayo. Sólo que a propósito de cualquiera de estas cintas pueden ser escritas cientos de páginas. En un caso, lo quijotesco, expresión de todo un continente, sería el asunto central; en el otro, la búsqueda de la felicidad y la noción de la culpa en seres que de tan cotidianos se vuelven extraordinarios. Se trata, claro está, de las caras de una misma moneda.
Por eso es tan fácil ir de un filme al otro. Los instantes finales de La película del Rey, muestran a David entusiasmado con un nuevo proyecto. El productor, nervioso, comienza a secarse el sudor. Cuando cualquiera podría suponer la desesperanza, el joven —nuevo Quijote— vuelve a tomar por los hombros a su acompañante —como Sancho, un hombre práctico pero capaz de seguir a su caballero—. El final es entonces el principio y la del cine latinoamericano, afortunadamente, la historia de nunca acabar.
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