miércoles, 19 de noviembre de 2008

Bouquinistes

por María Antonia Borroto Trujillo / Televisión Camagüey

Pocas palabras tienen el encanto de la francesa “bouquiniste”. El alargamiento de la “u” inicial —en francés, la unión de la “o” y la “u” equivale a nuestra “u”—, refuerza la levedad de las “i” siguientes. La “e” final no se pronuncia, solo remarca la “t”. La palabra queda entonces en suspenso.

El término, aparentemente muy largo, es de una brevedad insultante si se le compara con nuestro alambicado “librería de libros raros y de uso”, simplificado en los ambiguos “librería de viejo” y “librería de uso”. Uno termina por creer que el viejo es el propietario y las usadas, las librerías. Lo de libros raros tampoco está muy claro: tan rara puede ser hoy una edición príncipe de principios de siglo como la más banal novela de Corín Tellado.
La palabra francesa —en eso también aventaja a la frase hispana— conserva el espíritu del lugar que refiere. Insinúa la levedad que no son siquiera sugeridos por la acumulación de sustantivos y adjetivos en su equivalente en español.

Las “bouquinistes” son sitios al margen del tiempo. Si se acepta la realidad de los libros y su laberíntica esencia, la librería es algo así como la puerta del laberinto, la demarcación del afuera y el adentro, del ahora contingente y accesorio y la eternidad.

En el libro allí adquirido yacen las virtudes de las bibliotecas y de las librerías “normales”. Cada ejemplar de una biblioteca tiene una historia particular que es también la de quienes le han tenido consigo. Pero es un libro que usted nunca llegará a poseer. Y aunque sueña con el sitio que podría ocupar en su librería, la decencia y a veces hasta su profesión, impiden que ocupen ese lugar soñado en el espacio propio. Queda reservado solo para el tiempo.

El libro de una librería, el que usted sí puede poseer, es un artículo sujeto a los vaivenes del mercado. Un producto en buena medida virgen que tendrá una historia que contar solo gracias a usted. Cuando airoso y triunfal usted sale al exterior, el ejemplar ya no es solo del autor; es sobre todo suyo, su libro.

Los libros de los bouquinistes tienen su historia. A veces nos asalta desde una fecha —ni siquiera existíamos entonces—, un nombre, una dedicatoria. A veces desde una flor, un mensaje, una frase... Uno no puede menos que sentirse unido al antiguo propietario. Es fascinante imaginar su vértigo ante el pasaje que conmueve y su sonrisa al descubrir una de esas verdades que solo se nos descubren dichas por otros. Esas verdades, dolorosas verdades, que sin embargo, creemos saber de siempre.

Los libros unen. Algunas personas hablan de vínculos entre los hombres que han compartido el lecho de una misma mujer. Ella, más que separarlos, los une en idéntica devoción. El libro es, por más sutil, más tenaz que la carne. No se conocen los otros miembros de la cofradía, mas no importa, basta con intuirlos. Se descubren en un rostro o en una alusión más o menos velada al patrimonio común.

Por eso existen las “librerías de libros raros y de uso”. La escasez de ejemplares de reciente producción editorial es solo la causa evidente y superflua. La otra, más apropiada para la palabra bouquiniste —como yo secretamente las llamo—, no se muestra ante todos.

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