por María Antonia Borroto Trujillo / Televisión Camagüey
Un libro parece ser sinónimo de silencio y concentración. Sin embargo, las Ferias del Libro traicionan esta idea, la que, aclaro, no es tan exacta. ¿Ha reparado usted en el proceso fabril que precede a la aparición de cualquier libro? Hablo del proceso industrial, preciso, cual mecanismo de relojería que permite que tengamos en nuestras manos aquello que antes fue una informe maraña de hojas. Y digo lo de informe maraña de hojas con el mayor respeto, pues yo también me dedico a pergeñar cuartillas y cuartillas que malamente hago encuadernar antes de mandar a una editorial.
El poeta, narrador y ensayista Jesús David Curbelo hablaba días atrás de la labor de un editor. Ingrata como pocas, esta faena demanda una pericia especial, a la vez que entraña un júbilo también especial. Ya lo decía Jesús David: ver nacer esa criatura que poco a poco va dejando de ser un manuscrito para devenir libro.
El editor acompaña al libro durante todo el proceso, proceso que nada es sin el diseñador, el que redondea aún más las intenciones comunicativas de todo texto. El proceso peligra sin la persona que hace la composición. Preciso y cuidadoso ha de ser quien se encarga de hacer el cuerpo de eso que, cada vez más, se parece a un libro. También todo peligra sin el corrector, siempre atento a esas enemigas temibles que son las erratas. Y finalmente, el momento de imprimir, momento en que uno siente un raro latido en el corazón, en que el órgano más sensitivo parece marchar junto al equipo que vomita hojas y más hojas. Mas falta todavía la encuadernación y el recorte, con guillotinas que aunque amenazantes, cumplen aquí una labor benéfica, casi higiénica si se quiere.
Mas aún no está listo el libro. Falta el turno de quienes trabajan en las librerías, los que tienen entre manos una mercancía distinta a todas, una mercancía que uno se resiste, y ellos también, a considerar mero objeto de venta. El proceso, sin embargo, sigue estando incompleto: no estará terminado hasta tanto no llegue el libro a las mejores manos: las del lector. Ser este ávido, curioso, a veces descontentadizo, otras indolente, mas siempre puerto seguro, atisbado desde invisible atalaya por el autor. Y entonces sucede el milagro, esa comunicación entrañable, ese descubrimiento de uno en el otro que es la lectura.
La Feria del Libro es la bulliciosa antesala de ese encuentro. A ella vamos a sabiendas de que lo mejor, siempre e invariablemente, habrá de acontecer después.
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