Ni blasón ni título nobiliario
Por María Antonia Borroto Trujillo / Televisión Camagüey
Entre las muchas y alentadoras palabras que Eusebio Leal nos dirigiera a los camagüeyanos el propio 2 de febrero, hay varias que permanecen rondando mi cabeza. Con su mesurado y reflexivo tono, mas no por ello menos apasionado, el doctor Leal nos llamaba a no hacer de la categoría de Patrimonio Cultural de la Humanidad un mero blasón o título nobiliario.
Y creo, desde mi muy discreta atalaya, que allí está una de las claves del que debe ser nuestro comportamiento para con la ciudad y para con nosotros mismos. También decía Leal que tal condición debe servir para elevar nuestra autoestima. A lo mejor usted nota una contradicción entre ambas ideas, sin embargo, quizás me dé la razón si tiene la paciencia de continuar conmigo hasta el final de este comentario.
No hacer del título un blasón y, al mismo tiempo, elevar nuestra autoestima. Sí, esa es resumida la fórmula que me atrevo a sugerir. Ser Patrimonio de la Humanidad es un compromiso. Es de esos momentos si bien ansiados y buscados con toda intención que no significan calma ni conducen al descanso. Es un hito, cierto, pero como todo en la espiral que afortunadamente es la vida, debe conllevar a nuevos desafíos.
Sí: debe hacer que sintamos orgullo de nuestros valores patrimoniales, pero sobre todo de tener la posibilidad de hacer cada vez más por nosotros y por nuestra ciudad. De saber que ello coloca muchas miradas sobre nosotros y nuestro espacio, que generamos expectativas —piénsese, por ejemplo, desde el punto de vista turístico y cultural— que debemos satisfacer. Y, sobre todo, debemos sentirnos implicados. Hay zonas, obviamente, en que a nosotros, tanto a mí como a usted, no nos compete tomar decisiones. Es cierto, mas, ¿significa ello que no podamos sentirnos parte de esta ciudad y de este proyecto?
Quienes toman las decisiones —llamados con esa palabra tan simpática y extraña, ajena al idioma que es decisores— deben implementar estrategias que hagan de nosotros sus más fieles aliados. A fin de cuentas, somos nosotros quienes habitamos la ciudad. Y nosotros, en tanto, no tenemos derecho a sentirnos ajenos. En esta ecuación debemos ver de muy diferente modo la balanza entre derechos y deberes. No se trata de reclamar un derecho, sino de asumir un deber.
Todos debemos aportar. No se asuste si le sueno tremendista. Pienso en los artistas, por ejemplo, cada vez con mayores y mejores proyectos comunitarios, en las propias instituciones culturales, generando un sistema de acciones que cada vez debe estar implicado de forma más íntima en la vida de la gente, en los medios de comunicación, con propuestos cada vez más inteligentes y participativas. Pienso en la salvaguarda consciente de aquello que nos distingue, en el enriquecimiento de un legado.
Y pienso también en usted, que camina estas calles, que mira con ojos amorosos cuanto le rodea, que con gesto amable anda por la vida, a sabiendas que no es perfecta pero que la merecemos viviéndola con dignidad. Así también puede decirse de la ciudad. La merecemos, con sus imperfecciones, solo si la habitamos con dignidad, si cada vez la hacemos más nuestra; pues es nuestra, tanto como nosotros somos suyos.
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