Por Noel Manzanares Blanco / Profesor de la Universidad de Camagüey y Coolaborador de Televisión Camagüey
Según agencias de prensa, el pasado día nueve en Alemania se agasajó el veinte aniversario de la caída del Muro de Berlín, con la presencia de personalidades que tuvieron un papel significativo en ese acontecimiento, como el mandatario de la ex Unión Soviética, Mijail Gorbachov, quien tuvo pronunciamientos halagüeños respecto a la reunificación alemana.
Tanto la algarabía como los elogios de Gorbachov por lo ocurrido el 9 de noviembre de 1989, me hizo pensar en un chiste de muy mal gusto, a juzgar por lo que vino con posterioridad.
Una mirada hacia el interior de esa latitud europea conlleva a encontrar que la anexión representó para la antigua República Democrática Alemana la quiebra de su Producto Interno Bruto y una desocupación que sobrepasó el 40 % de la población activa del territorio pretérito, entre otras desdichas sociales. Baste decir que el habitante de la región Este del actual país constituye un elemento secundario respecto a quines viven en el Oeste. Por aquí anda la explicación al hecho de que dos de cada tres personas de esa región añoren las bondades del imperfecto socialismo que les correspondió.
Es que el proceso de derrumbe del denominado “Socialismo real” ocurrió a causa de la inexperiencia en su empeño, de las zancadillas y bombardero propagandístico impuesto por Occidente, del paulatino alejamiento del Partido dirigente con las masas populares y —fundamentalmente— de la traición a los principios cardinales de Marx, Engels y Lenin. O sea, un conjunto de factores hicieron que la gente llegara a creer el cuento de que valía la pena apostar al hasta allí inédito fenómeno de la reconstrucción del capitalismo: sin perder las bondades del sistema apoyado en la propiedad social sobre los medios de producción, se iba a conquistar el “estado de bienestar social”. Hoy por hoy, ni una ni la otra cosa —con la relatividad que siempre acompaña una afirmación de esta naturaleza.
Sin embargo, lo peor del asunto en cuestión escapa al escenario alemán e, incluso, de Europa Oriental, y llega al Sistema de las Relaciones Internacionales.
El supuesto fin de la guerra fría y la emergencia del mundo unipolar, trajo aparejado que como nunca cobró fuerza el desarrollo del Capitalismo en la versión de un nuevo Liberalismo (Neoliberalismo, que se venía manifestando desde la década del setenta de la pasada centuria —por tomar una relación): culto desmedido a la propiedad privada y al mercado, negación a ultranza del papel del Estado en la vida de la sociedad —excepto el de reprimir al pueblo si se opone al modelo— y supresión de preferencias para los pobres —sean personas o naciones— a partir de una supuesta libertad e igualdad competitivas.
Así, el escenario universal fue acuñado con el término de Globalización Neoliberal, entre cuyas principales características no solo se encuentran la Unipolaridad vs. la Multilateralidad, sino también el intento de implantar una homogeneidad hegemonizada —revitalización ampliada de la doctrina Monroe: América para los yanquis y el mundo Made in USA.
Indiscutiblemente, a partir de la encrucijada de los siglos XX-XXI, como jamás en la Historia encaran un intento de secuestro las Identidades Nacionales, o sea el proceso que sintetiza y tipifica a cada pueblo (por su cultura, lengua, idiosincrasia, autorreconocimiento, sentido de pertenencia...), de acuerdo con los valores que están en juego en un momento histórico dado (materiales y espirituales), lo que simultáneamente se distingue y asimila lo global, lo universal (la transculturación necesaria e inevitable).
Prueba fehaciente de la agresión a dichas Identidades está en la extendida yanquimanía (culto a ciega a cualquier factura de procedencia Norteamericana), tanto más si se tiene en cuenta que son de empresas de esa nación el 50 % de las películas que se elaboran y se exhiben en el mundo; el mismo por ciento de los satélites que llegan a todas las regiones del planeta; el 60 % de las redes mundiales; el 70 % de los videos; similar por ciento en Internet; y cerca del 80 % de los seriales televisivos. He aquí una muestra del potencial alcance del poder mediático descrito por Ignacio Ramonet en el acápite Las masas manipuladas de su libro “Propaganda silenciosa”, avalado por unas malsanas relaciones públicas, particularmente la vinculada con la industria del espectáculo cuyo objetivo es embrutecer a la gente y atarla a lo que se le impone por los medios de desinformación —con la excepción de los millones y millones de personas que están al margen del marketing.
Entretanto, la vida se ha encargado de revelar la incapacidad del Sistema Capitalista Mundial para marchar a tono con la armonía persona-sociedad-naturaleza. Ahí está la actual crisis global y sus consecuencias desastrosas: las naciones menos agraciadas gastan hasta el 80 por ciento de su presupuesto familiar en alimentos y, sin embargo, han visto cómo se esfuman las inversiones en sus respectivas agriculturas; se utilizan y se proyectan millones de hectáreas para producir millones de toneladas de etanol que se usará como mezcla en las gasolinas, cuando existen un millón veinte mil seres humanos con hambre física; el desempleo en Norteamérica alcanzó 10,2 por ciento, un índice comparable con el de 1983, el peor después de la Segunda Guerra Mundial, y por el mismo estilo andan Canadá, países de la Unión Europea, Japón y la mayoría del Tercer Mundo…
Como si fuera poco, a la tragedia internacional se suman guerras (Irak, Afganistán), nuevas bases militares (las de Washington en Bogotá) y muros como el del antiguo Berlín (en las fronteras Estados Unidos-México e Israel-Palestina).
Pero afortunadamente, en todas las latitudes crece el movimiento contestatario. El mejor ejemplo se encuentra en Nuestra América. Los procesos revolucionarios y progresistas en Venezuela, Ecuador, Bolivia, Nicaragua, Argentina, Brasil, Paraguay, Uruguay… son señales de la recomposición a las tempestades negativas que le continuaron a la caída del Muro de Berlín.
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