Por Ernesto Pantaleón Medina / Televisión Camagüey
Decir ¡carajo! no es algo excesivamente grave, aunque atente contra las más estrictas normas de la educación formal, y de antemano pido disculpas por la interjección, que pudiera parecer inapropiada, pero que sí considero imprescindible para introducir el tema.
Porque ¿Qué diría usted si al clavar un clavo en una pared el martillo golpea con fuerza concentrada sobre su dedo pulgar?
Imaginemos: “Caramba… parece que este martillo inoportuno y desconsiderado me ha aplastado un dedo…”
Eso es un cuento, mi amigo, porque al grito de dolor se sucederían no sé cuántas palabrotas.
Estaría más que justificado el improperio ¿verdad?
Pero lo que no se puede tolerar (y es responsabilidad de todos) es la proliferación de sandeces, faltas de respeto, atentados al pudor y…como las llaman algunos eufemísticamente: groserías, que enturbian nuestra vida familiar y la convivencia cotidiana en la calle, el trabajo, o en cualquier sitio.
Resulta que usted está en la sala de su casa, viendo TV; pasan un programa musical por la pantalla y lo menos que dice el cantante es que agarra a una mujer, y le hace tal o más cual cosa, que ella responderá haciendo esto o lo otro, y que si no sale bien “allá te vas, bandida, que te mereces que te hagan…”
Todo ello acompañado de bailes y gestos que ruborizarían al dueño de una taberna medieval.
Entonces usted debe cambiar de canal, o apagar la tele, solo porque un maleducado se cree con el derecho de ofender sus buenas costumbres, con el consentimiento (de qué otra forma podría ser) de aquellos que graban o transmiten tales actuaciones.
Otro ejemplo: unos jóvenes transitan por la calle sin camisa, en shorts y se persiguen unos a otros, se gritan palabrotas y agreden al entorno, sin que nada ni nadie se lo impida.
El llamado es que cada cual haga valer la razón y exija el más elemental respeto, que prevalezcan la meditación, la mesura, el pudor y los buenos ejemplos. Sólo entonces protegeremos los derechos íntimos de la familia, como célula fundamental de la sociedad, nada de lo cual está reñido con la alegría y la desbordante vitalidad de los años mozos.
De seguro, al final, tendríamos un buen repertorio musical para legar a las generaciones por venir, que serían amables, correctas, corteses, y en la convivencia de cada día, lograríamos un equilibrio que haría nuestro tránsito por la vida más placentero para todos.
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